La FED (Reserva Federal de Estados Unidos) inunda de dólares
el mundo. Rusia se ve forzada a devaluar el rublo. China firma acuerdos swap
con más de veinte países. Grecia amenaza con abandonar el euro. Japón no descarta devaluar el yen. Todos los
días nos cruzamos con afirmaciones como estas: las leemos en diarios o las
escuchamos por radio o televisión. Y del
mismo modo que escuchamos el pronóstico del tiempo o los resultados deportivos,
las noticias económicas internacionales (monetarias, en este caso) forman parte
del conjunto de información que recibimos cotidianamente pero que no dedicamos
mucho tiempo a analizar. Si bien este mecanismo de defensa es saludable, de vez
en cuando es importante detenerse en estas cuestiones que parecen no influir en
nuestro día a día. Vivimos una época de cambios y, para poder apreciar mejor el
cuadro, es necesario alejarse unos pasos. ¿Cómo llegamos a esta denominada “guerra
de divisas”? ¿Cómo funciona el sistema monetario global? ¿Quién controla el
valor de las monedas? ¿En qué incide el tipo de cambio? ¿Cuál es la situación
actual del mundo en cuestiones monetarias?
Bretton Woods y el mundo dolarizado
Hacia 1944 el resultado de la Segunda Guerra Mundial ya era irreversible
y Estados Unidos se encontraba en una situación inmejorable: a excepción de
Pearl Harbor no había sufrido ningún ataque dentro de sus fronteras y, al igual que luego de la Primera Guerra
Mundial, su saldo financiero respecto al resto de los aliados era netamente acreedor.
La intervención de Estados Unidos había sido decisiva para torcer el rumbo del
conflicto y, al asomar el fin del mismo, se erigía como primera y única
potencia en el mundo de posguerra. Consciente de su posición privilegiada pudo
imponer sus condiciones al resto del planeta sin mayores sacrificios -a
excepción de la URSS, que se mantuvo al margen del nuevo sistema capitalista
global-. De los acuerdos de Bretton
Woods nacieron el Banco Mundial (BM) y el Fondo Monetario Internacional (FMI),
pilares del nuevo orden monetario global destinado a evitar las crisis que
tanto habían dañado al mundo en el período de entreguerras. El FMI fue concebido con el objetivo de
articular, en colaboración con los Bancos Centrales (BC) de cada país, las
relaciones económicas internacionales. Se fijó la paridad de las monedas respecto al
dólar, que a su vez fue indexado al oro. Cualquier variación por encima del 1%
de una divisa respecto al dólar o al oro obligaba a una intervención del Banco
Central del país pertinente. Así funcionó -con algunas correcciones- hasta que
en 1971 Estados Unidos rompió unilateralmente la paridad del dólar con la onza
de oro, oficializando la devaluación de su moneda. Los BC de los países
industrializados decidieron entonces dejar flotar el tipo de cambio, abandonando
la cotización de su moneda librada a la interacción entre la oferta y la
demanda. Aunque existe la denominada “flotación sucia” en donde los BC
intervienen para incidir en el tipo de cambio, éstos ya no tienen el control
absoluto sobre el valor de sus monedas. La paridad con el oro se abandonó y, si
bien la onza sigue siendo un valor de referencia y reserva, el mundo entró en
una etapa de dinero casi exclusivamente fiduciario.
Política y monetaria
No es recomendable abusar de los reduccionismos, pero a
veces pueden ser una herramienta útil: así podría decirse que un Estado se
define por su bandera, su territorio y su moneda. La moneda es parte de la
identidad, algo que llega a trascender lo exclusivamente financiero y económico.
En la Universidad se enseña que un gobierno tiene, en materia económica, dos
grandes herramientas: la política fiscal y la política monetaria. La primera abarca,
entre otras cosas: cuestiones impositivas, de gasto público, transferencias,
producción e inversión. La segunda se ocupa del dinero: la emisión, la tasa de
interés, el tipo de cambio. Ambas son fundamentales para la administración del
conjunto de la economía y, aun así, no es extraño observar como -a veces por
propia voluntad y otras veces por voluntad ajena- algunos Estados carecen del control
necesario sobre ellas. Renunciar al manejo de la política monetaria -como fue
el caso de Argentina durante la convertibilidad, o como lo es actualmente el de
los países de la eurozona- es equivalente a intentar avanzar en un bote con un
solo remo: lo más probable es que uno termine moviéndose en círculos. Incluso
en Estados Unidos, la FED es autónoma de la administración central: el gobierno
no controla directamente la cantidad de dólares que imprime. Con el argumento
de la transparencia y la objetividad en el manejo de las finanzas públicas, los
grandes banqueros estadounidenses lograron hacerse con el control absoluto del
flujo de dólares. Si la administración central desea inyectar dinero al
mercado, debe pedirle prestado a la FED, dando lugar a la paradoja de que el
gobierno de Estados Unidos puede emitir su propio dinero sin incurrir en una
deuda. Por su parte, en los casos en los que las administraciones centrales no
han renunciado al control de la política monetaria su margen de maniobra se ve
cada vez más acotado: existe un gigantesco mercado de divisas a escala
planetaria que nunca duerme y que mueve cantidades de dinero con las que muchos
BC no pueden ni siquiera soñar. Ahí la especulación está a la orden del día y
los inversores privados le disputan (en una lucha cada vez más desigual) el
control de su propia moneda a todos los países del mundo. Pero ¿en qué influye
el valor de una moneda en el conjunto económico global? Bueno, parecería
existir una ¿ley? económica que postula que una moneda devaluada favorece las
exportaciones del país emisor y, por ende, mejora sus términos comerciales con
el resto del mundo. Pero este principio puede asimilarse a un juego de suma
cero, en donde los beneficios que un Estado obtiene por tener una moneda
devaluada son equivalentes a los perjuicios del resto por tener monedas
sobrevaluadas. Además, dependiendo de la estructura productiva de un país -principalmente
su nivel de dependencia de las importaciones- contar con una moneda
excesivamente devaluada puede tornarse en un problema más que una en solución.
Así, el tipo de cambio está condenado a mantener un equilibrio permanente en
donde el margen de error es cada vez más reducido. En este contexto, una pequeña piedra
que cae puede provocar una avalancha en cuestión de segundos.
¿Estamos en guerra?
El Ministro de Finanzas de Brasil, Guido Mantega, fue el
primero en advertir en 2010 sobre la denominada “guerra de monedas”, al referirse a la situación en la cual varios
países ingresaban en una espiral devaluatoria, con el objeto de abaratar sus
bienes y servicios. El mundo ha sufrido cambios importantes desde entonces, pero
la realidad parece haber avanzado en el sentido anunciado por Mantega. Si bien Estados Unidos ha comenzado hace pocos
meses a revertir la tendencia devaluatoria del dólar, durante un período
prolongado mantuvo tasas de interés cercanas a cero con el fin de asegurar un
flujo permanente de dólares a un mundo que se enfrentaba (y continúa
haciéndolo) a una de las mayores crisis financieras de su historia. El Banco
Central Europeo (BCE) tuvo que hacer frente a una crisis de deuda de grandes
dimensiones que se trasladó desde los países centrales hacia los periféricos, y
propuso como solución medidas de austeridad que provocaron que la relación
Deuda/PBI alcanzara niveles alarmantes. Una posible lectura es que la crisis se
prolongó intencionalmente para poder avanzar con medidas impopulares, fundamentalmente
aquellas relacionadas a reducir o eliminar el Estado de Bienestar; pero la
validez de esta interpretación queda reservada al lector. China, por su
parte, ha basado gran parte de su espectacular crecimiento en una moneda “débil”
y ha sido objeto de reiterados reclamos (por parte de Estados Unidos y Europa,
principalmente) para revaluar el yuan. El gigante asiático acusó recibo y, a su
ritmo, ha comenzado un proceso de apreciación e internacionalización de su
moneda, fundamentalmente a través de acuerdos bilaterales de intercambio de
divisas –swap– con más de veinte países y con la emisión de deuda pública en yuanes en los principales centros financieros mundiales. Esto parece ser parte
de un desarrollo natural, ya que China se ha transformado en la primera
economía del planeta y requiere una mayor autonomía de Occidente. Finalmente aparece
en escena Rusia, que ha sido objeto de múltiples sanciones financieras y
económicas a lo largo del último año como consecuencia de su incursión en
Crimea. La baja del precio del petróleo –Rusia tiene una fuerte dependencia de
la exportación de hidrocarburos para equilibrar sus cuentas domésticas–, sumada
a las mencionadas sanciones (impuestas por Estados Unidos, fundamentalmente),
hicieron que el rublo se devalúe cerca de un 40% en relación al dólar y
obligaron al Banco Central de Rusia a desprenderse de una parte significativa de
sus reservas y a aumentar considerablemente la tasa de interés con el fin de
frenar la desestabilización de su moneda. En dicho contexto, China anunció una
asistencia monetaria de disponibilidad inmediata en caso de que Rusia lo
requiera, para reducir la incertidumbre cambiaria y garantizar el comercio
entre ambos países. Atravesamos un período de cambios y los movimientos en la
esfera monetaria parecen dar cuenta de ello.
La nueva arquitectura
El planeta avanza hacia la multipolaridad y su consecuencia
monetaria es la desdolarización. La irrupción de China, el retorno de Rusia y
las prolongadas crisis en Estados Unidos y Europa hacen difícil pensar que todo
pueda volver a ser como hasta hace poco tiempo fue. El mayor desafío de los
próximos años será diseñar nuevas instituciones para este nuevo mundo que se
avecina. Del mismo modo que los andamios
se modifican a medida que avanza la construcción de un edificio, el sistema
monetario financiero internacional establecido en Bretton Woods deberá
modificarse antes que el mundo se desmorone sobre él.