viernes, 20 de noviembre de 2015

La sagrada familia



(Página/12, 21 de enero de 1990)




Empieza mal el liberalismo argentino. Algunos entusiastas calificaron las medidas de Erman González como un acontecimiento comparable al del 25 de Mayo de 1810. Pero el resultado inmediato deja que desear: desabastecimiento, precios de primer mundo, calidad de tercera clase, desocupación. Eso es lo que puede verse desde los primeros días del año, cuando Alsogaray y los suyos se impusieron en la larga batalla por el control del Poder. Es interesante observar la evolución de los mercados: los empresarios del nuevo sistema lo único que parecen dispuestos a renovar son los márgenes de ganancia.


Esta semana se ha visto un buen ejemplo de la libre concurrencia: ¿qué perfiles diferentes tendrán los canales 11 y 13, ahora que son privados y competirán entre ellos? «Nuestro destinatario es el núcleo familiar», anunció Canal 11. «Nos dirigimos a la familia», hizo saber el 13. Por su parte, el 9, de Romay, dice en sus anuncios de pantalla que ese es el canal de toda la familia. En una palabra, todos se anuncian iguales y con un mismo objetivo: ganarse a la familia.


Pero ¿qué familia? ¿La de una villa? ¿Una de Palermo Chico? ¿La Sagrada de Marx? ¿La familia Alsogaray, festejada en todos los espacios de TV? No, el objetivo es la clase media como categoría «social», esa que —dicen los encuestadores y publicitarios— cree que un desodorante es la clave del éxito, Mirtha Legrand una mujer de mundo, Adelina de Viola una dirigente del futuro y Alsogaray un tipo que acierta siempre. Esa familia es la que compra todos los buzones de una Historia que está lejos de terminar. Cuando uno prende el televisor intuye la altísima idea de que las empresas de publicidad y comunicaciones se hacen de esa familia puritana, nacional y cristiana.


A ella les están vendiendo el liberalismo (Economía Popular de Mercado, le llaman Margaret Thatcher y Carlos Menem) como la doctrina del futuro. Para la brusca conversión de esas almas, que tarde o temprano morirán por el bolsillo, se necesitan algunos requisitos previos. El primero es la conversión o «evolución» ideológica (cuanto más degradante mejor) de antiguos enemigos del liberalismo. Así sucedió en otros países, así debe suceder aquí.


En los últimos meses se ha visto y leído a duros militantes peronistas del pasado, que invitan a sus favorecedores y amigos a olvidar las asperezas de la preocupación comunitaria para entregarse de cuerpo y alma al cuidado de sí mismos y de sus familias, en la intimidad y el orden. Fuera del individuo, o del seno familiar, todo es hostil e incomprensible, porque en los tiempos en que ellos luchaban, la realidad no quiso plegarse a sus deseos. Los fanáticos de ayer han hecho una experiencia de fracaso con el «colectivismo» y ahora recomiendan, con una generosidad encomiable, abandonar para siempre esa idea peregrina. Ya había ocurrido algo parecido con algunos voluntaristas que descubrían la Democracia en el alfonsinismo y las jugosas becas de las internacionales europeas.


Es verdad que los adversarios del liberalismo pasan por un muy mal momento —que será largo—, y tienen que sudar como albañiles para oponer un punto de vista creíble al discurso del nuevo poder privatista. Ser minoría y jugar en un campo que será durablemente perdedor no le es fácil ni grato a nadie. Sobre todo si las ideas que se oponen a la doctrina del Libre Mercado provienen de una cultura del mínimo esfuerzo intelectual. Por eso, una propuesta simple para quienes todavía defienden un mundo solidario es la de estudiar, leer, informarse, trabajar, comunicar. No es con un slogan gastado que se derrota a técnicos del Fondo Monetario y del Citibank.


Una batalla de ideas larga e incierta supone un duro esfuerzo y la vieja guardia militante está cansada y sin relevo. Son muy pocos los jóvenes de la «generación Banelco» —como la llamó Gabriel Pasquini— que hoy parecen dispuestos a embarcarse en una discusión filosófica (la posfilosófica es un tanto más cómoda), como lo hicieron los grandes pensadores de este país.


La fatiga es comprensible: vencido el populismo, caída la vieja certeza del stalinismo, releer a Keynes o a Marx se ha vuelto poco rentable y hasta un poco ridículo. Entonces, pocos jóvenes saben que Marx, honesto como era, nunca le garantizó la victoria a nadie y menos al proletariado. Son las peras las que se caen de maduras, no los capitalistas.


La izquierda no se toma el trabajo de echarles un vistazo a los textos de su propia familia y mucho menos a los libros fundamentales del liberalismo para saber de qué se trata en verdad, más allá de las peroratas anacrónicas del capitán Álvaro Alsogaray. Debería hacerlo, para refutar mejor a su adversario. En estos años de profunda revolución científica, hay que saber que las grandes creaciones de la humanidad, impalpables en estas cosas, ahora salen de la ingeniería Sony-Microsoft-IBM-Apple, más que de laboratorios «populares». Los astronautas soviéticos y las naves espaciales norteamericanas se acercan a los ecos del Big Bang y descifran el universo, porque los microprocesadores son cada vez más veloces y salen de una tecnología que compite en los mercados más exigentes del mundo.


Para los conversos, o «evolucionistas», el pasado no cuenta y la dignidad es cosa de tontos aferrados a las estampitas de San Martín, José Martí o el Che. A muchos de ellos se los ve en cargos públicos, vituperando a los últimos «idealistas». Dentro de cinco años tomarán otro tren, y después otro. A falta de una revolución para todos, se hicieron una personal, y allí van, señalando el encanto de una vida sin memoria.


Alsogaray tiene una virtud que ellos no tienen: la fidelidad a una idea, a un interés. Siempre hizo política en una misma dirección y tuvo momentos de marea muy baja, que los «evolucionistas» siempre eludieron. El capitán ingeniero debe mirarlos ahora con una sonrisa irónica. Hubo un tiempo en que lo querían matar y ahora buscan un lugar a la sombra de sus convicciones.


No es cosa fácil conseguir la suma de poder político. El acoso y toma de Carlos Menem no se hizo en dos días. El asedio al peronismo llevó 35 años de golpes bajos, de prédica, de marketing, de batallas sangrientas. Recién al cabo de una larga guerra cívico-militar, la banca internacional y sus aliados consiguieron seducir a su hombre. Otros tantos años les llevó en Perú torcer a Vargas Llosa o, allá lejos, en Grecia, a Teodorakis, el de Zeta y Estado de sitio. La derecha hizo bien su trabajo; el papelón es para los que hoy asumen sus intereses por procuración. Flojos u oportunistas, allá van los nuevos «liberales» posideológicos. No trabajan para darse de cara con el Big Bang, ni para levantar a un pueblo, sino para privatizar un ferrocarril viejo de cien años o para montar un shopping center rentable en la Galería Pacífico. Todo eso denigrando a quien se les oponga.


Goebbels sacaba la pistola cuando escuchaba la palabra «cultura». Acá hay quien le gana de mano: la semana pasada alguien escuchó la palabra «educación» y despidió a 9700 alfabetizadores. Para combatir el gasto público. En nombre del mercado. Antes, otros se habían encargado de suprimir Kindergarten, una película que la paquetería fue a abuchear a Punta del Este.


No es eso lo que hacen los liberales de Alemania, Francia o Japón, que necesitan instruir gente para integrarla al sistema de alta tecnología. Dice el teórico francés Georges Burdeau, en la conclusión de su obra sobre la doctrina de Adam Smith: «La verdad del liberalismo no se encuentra en la teoría, sino en el hombre. Que el hombre falle y la doctrina se hunda». Para decirlo con otras palabras: el liberalismo, basado en la reunión de individualidades, no tiene futuro practicado por hombres sin cualidades. Necesita de los Edison, los Ford y los Hitachi, no de fabricantes de ilusiones y vendedores de baratijas.


Con mirar a su alrededor, los «evolucionistas» de ahora se habrían ahorrado un disgusto y otra voltereta. Su prestigio de peronistas está en las venerables manos de Richard Handley, Álvaro Alsogary, Bernardo Neustadt, Domingo Cavallo y los otros integrantes del elenco estable.


No es a esta familia, selecta y fina, que se dirige el mensaje de la «nueva» televisión privada. Su prédica apuntará a formar más hombres como Carlos Menem. Gente de buena voluntad que, cuando llegue el gran momento, esté convencida de que no existe en el vasto mundo otra alternativa que la Economía Libre, en la que el Estado tiene un solo rol ineludible: el de aplicar el garrote a los disconformes y los revoltosos.



-Extraído de “Cómicos, tiranos y leyendas” de Osvaldo Soriano.